La monumental Historia General de España de Modesto Lafuente, es considerada el paradigma de la historiografía nacional del pensamiento liberal del siglo XIX. Pensamiento que hunde sus raíces en el periodo de la Ilustración, comienza a desarrollarse durante la Guerra de la Independencia, y adquiere carta de naturaleza con el romanticismo imperante de la época isabelina. Con su publicación finaliza el hasta entonces “reinado” de la Historia del padre Mariana, y se inaugura éste nuevo, mucho más acorde con las exigencias nacionales del momento.
La obra de Lafuente, publicada en su primera edición entre 1850 y 1867, llegó a alcanzar un lugar de privilegio casi unánime en toda la sociedad de la segunda mitad del XIX, y hasta bien entrado el siglo XX. Su predicamento fue tal que devino en símbolo cultural de toda institución que se preciara de importante: ayuntamientos, bibliotecas de ateneos, casinos y centros docentes, así como bibliotecas particulares de políticos, burgueses y militares. Pero su difusión fue incluso mucho más lejos del círculo elitista e intelectual. Por su aparente llaneza de composición y lenguaje, así como por las múltiples anécdotas y pequeñas historias que jalonan su discurso identitario nacional, la Historia de Lafuente sirvió de modelo a muchos autores de libros de texto y manuales de enseñanza, arraigando vivamente entre las clases medias españolas, al punto que su posesión fue signo de cierta distinción. «En cuanto a la claridad —escribe Lafuente en el prólogo a la primera edición—, siempre he preferido a la vanidad que se disfraza bajo la brillantez de las formas, la sencillez que Horacio recomienda tanto, aconsejando a los autores que escriban no solo de manera que puedan hacerse entender, sino que no puedan menos de ser entendidos. La historia no es tampoco un discurso académico».
La Historia de Lafuente no fue un caso aislado en la producción historiográfica del momento. Las historias generales constituyeron un género muy difundido en la Europa liberal del XIX. En estas obras, influidas en gran medida por la Historia de la civilización del francés Guizot, se sientan unas bases metodológicas sobre las que interpretar el devenir histórico, bases que tienen como epicentro el concepto aglutinador de nación, el romántico volkgeist o “alma nacional”, concepto que destilado de los acontecimientos, hasta de los más remotos, buscó la legitimación del estado-nación en el presente. La Historia, vista así, deja de ser un mero compendio de crónicas dinásticas y acontecimientos diplomáticos y militares, para centrarse en el protagonista por excelencia de los avatares históricos, un sujeto colectivo: la nación. Surge así una imagen inmutable de la genealogía nacional, basada en la arraigada caracterización del pueblo español como valeroso, religioso y básicamente conservador. En la magna obra de Modesto Lafuente, como en casi todos los escritores del siglo XIX, de cualquier signo ideológico, a la nación española se la identificó con el pueblo y con su manera de ser, confiriéndoles el carácter de atemporales y eternas a tales categorías sociológicas. Los españoles, por tanto, eran ese nuevo concepto político que adquiría rango de categoría histórica. Españoles eran los que, a lo largo de los siglos, habían encarnado el espíritu de un pueblo y habían defendido sus instituciones. Españoles que además, desde ahora, se convertían en los nuevos protagonistas del discurso político y, por supuesto, del relato historiográfico. Eran la nación, ni más ni menos. Por eso Modesto Lafuente podía escribir en el prólogo de su obra que “hace veinte años no hubiéramos podido publicar esta historia”, porque efectivamente escribía cuando ya la soberanía nacional permitía establecer un nuevo sujeto del devenir histórico. .
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