Esta Historia de la Literatura Universal pretende acercarnos a las diversas producciones literarias mediante una exposición clara pero rigurosa de sus correspondientes tradiciones. Habiendo optado por el estudio a través de las literaturas nacionales, al lector se le ofrece, al tiempo que mayor amenidad y variedad, una estructuración más acorde con los criterios de divulgación que presiden la obra. No se olvida, por otra parte, agrupar las diferentes tendencias literarias, como menos aún, insertarlas decididamente en su determinante momento histórico.
En la Literatura en la Antigüedad se estudian las más antiguas producciones de la Literatura Universal: desde las arcaicas inscripciones funerarias de las pirámides egipcias hasta los más refinados textos del clasicismo grecorromano; desde las manifestaciones de más profundo pensamiento indio a las primeras exposiciones de la doctrina y la filosofía cristiana. Todo ello pasa por la utilización de una lengua deliberadamente artística, mediante la cual los primeros autores de la humanidad comienzan a interpretar la realidad circundante. Nos encontramos, en unos casos, ante tímidos tanteos de una literatura balbuciente; en otros, ante las primeras obras maestras de la Literatura Universal, que se ganaron inmediatamente el apelativo de «clásicas».
La Literatura en la Edad Media comprende el estudio de las diversas culturas que durante siglos lograron convivir en todos los rincones del planeta: casi mil años de Literatura en un período del cual seguimos ignorando ricas producciones en todo distintas a las europeas. Porque la Edad Media no sólo contempla el nacimiento de las lenguas romances y de su correspondiente expresión literaria, sino, además, la floreciente supervivencia de lo grecorromano durante siglos y su posterior agonía; el surgimiento de una nueva cultura: el Islam, que conoce su clasicismo poco después de haberse conformado; o, en el Norte, la expresión literaria de pueblos de magnífica tradición a los cuales, inexplicablemente, todavía seguimos identificando como «bárbaros».
En el caso de las Literaturas en el Renacimiento europeo, se ha atendido cumplidamente a tal marco socio-histórico, evitándose la fácil tentación de contemplar la Historia como un «continuum» hacia el progreso humano. En este breve período nos encontramos ante las primeras producciones literarias modernas y con algunas de las mayores figuras de la Literatura Universal; pero todo ello en determinante relación con su contexto: nacionalismos, imperios, descubrimientos, crisis religiosas y guerras configuraron una renovada visión del mundo cuya complejidad entrevemos en la producción literaria. Si el Renacimiento cultural respondió a la «modernidad» con sus propios medios, uno de ellos, la Literatura, encontró un magistral equilibrio en su contradictorio retorno a la Antigüedad grecorromana.
El estudio de la Literatura en el siglo XVII parte de la base de la configuración del Barroco y del Clasicismo a partir de idénticas premisas estéticas: la imposibilidad de seguir transitando por los caminos del clasicismo renacentista. El análisis de las correspondientes producciones literarias nacionales europeas da cumplida cuenta de lo que de superación estilística suponen ambos: si el uno se confía al formalismo basado en la imitación de los clásicos, el otro se equipara a ellos para hacerse «clásico» él mismo. Tras la primera centuria de la Edad Moderna europea, caracterizada por el idealismo, Barroco y Clasicismo se constituyen en respuesta válida, desengañada y madura, a un mundo que se va abriendo lentamente, a golpes de escepticismo y descreimiento, a cierto racionalismo materialista.
Con el desarrollo de la Literatura durante el siglo XVIII en Europa, entramos ya de lleno en la consideración de los autores y las producciones contemporáneas. Tras un largo período de interpretación clasicista, la Literatura Universal sabe superar sus propios modelos para dar forma a moldes totalmente renovados y, en muchos casos, completamente originales; la irrupción y difusión de la ideología burguesa, que llevó a cabo una labor de Ilustración en todos los órganos de difusión culturales, determinó la puesta al día de una nueva sensibilidad cuya novedad revolucionó la Historia Universal. Por ello, frente a lo que muchas veces se ha dicho, el máximo logro del siglo XVIII no fue la actualización de los postulados racionalistas, sino, por el ·contrario, la disgregación de éstos en el irracionalismo que anegará, hasta nuestros días, la literatura contemporánea.
El idealismo individualista que había comenzado a expresarse en la Literatura del siglo XVIII eclosionó en la primera mitad del XIX en el posiblemente primer movimiento literario con conciencia de tal: el Romanticismo. Muchos tópicos quedan aún por desterrar sobre este período, especialmente idealizado tanto por su propia naturaleza como, sobre todo, por informar aún, querámoslo o no, nuestra misma sociedad y la idea que en ella nos hacemos de la Cultura. Con el Romanticismo, el Arte ‒todo Arte‒ será Verdad, y la carencia de toda norma y medida la única regla a seguir, en un decidido avance de los presupuestos de la Literatura de nuestro siglo XX.
Las artes de la segunda mitad del siglo XIX —y, con ellas, la literatura— dan cuenta de la crisis en la que han entrado definitivamente el idealismo y el individualismo característicos de la ideología burguesa contemporánea. El Realismo y el Posromanticismo suponen, cada uno a su manera, una decidida toma de postura del escritor ante un mundo en crisis. Progresismo y reaccionarismo, espiritualismo y materialismo, subjetivismo y objetivismo se dan la mano y se enfrentan en una producción literaria cuyas formas se diversifican enormemente en su intento bien de perpetuar la vigencia de los antiguos valores, bien de solventar su crisis mediante su superación en nuevas formas artísticas.
Con su generalizada actitud de rechazo de la realidad, los más jóvenes artistas encaran el siglo XX decididos a conseguir, aunque sea con la violencia —no en balde «vanguardia» es un término bélico—, un arte absolutamente novedoso. Pero las raíces de esta violenta expresión artística no se hallan en lo meramente estético, sino que se hunden en una ética que repudia el sistema social vigente y consagra, a grandes rasgos, el divorcio entre la cultura y la sociedad. Esta actitud de exclusivo compromiso con el arte, no obstante, iba a troncarse escasos años después de una decidida toma de postura política por parte de algunos de los más interesados pensadores y artistas del siglo XX.
La quiebra de los actuales sistemas sociales, políticos y de pensamiento es resultado directo de la inutilidad de la II Guerra Mundial, pues extirpó los fascismos sin solventar la crisis que los había justificado y legitimado y de la cual todavía hoy seguimos teniendo signos inequívocos. Las artes y la cultura contemporáneas han sido incapaces, hoy por hoy, de darle una respuesta, de tal modo que bien podemos hablar de «Posmodernidad» como del resultado de insistir en los postulados de la Modernidad con pocas variaciones y escasa originalidad: las asociadas al neo-vanguardismo en cualquiera de sus formas, tanto experimentales como tradicionalistas.
En la Literatura en la Antigüedad se estudian las más antiguas producciones de la Literatura Universal: desde las arcaicas inscripciones funerarias de las pirámides egipcias hasta los más refinados textos del clasicismo grecorromano; desde las manifestaciones de más profundo pensamiento indio a las primeras exposiciones de la doctrina y la filosofía cristiana. Todo ello pasa por la utilización de una lengua deliberadamente artística, mediante la cual los primeros autores de la humanidad comienzan a interpretar la realidad circundante. Nos encontramos, en unos casos, ante tímidos tanteos de una literatura balbuciente; en otros, ante las primeras obras maestras de la Literatura Universal, que se ganaron inmediatamente el apelativo de «clásicas».
La Literatura en la Edad Media comprende el estudio de las diversas culturas que durante siglos lograron convivir en todos los rincones del planeta: casi mil años de Literatura en un período del cual seguimos ignorando ricas producciones en todo distintas a las europeas. Porque la Edad Media no sólo contempla el nacimiento de las lenguas romances y de su correspondiente expresión literaria, sino, además, la floreciente supervivencia de lo grecorromano durante siglos y su posterior agonía; el surgimiento de una nueva cultura: el Islam, que conoce su clasicismo poco después de haberse conformado; o, en el Norte, la expresión literaria de pueblos de magnífica tradición a los cuales, inexplicablemente, todavía seguimos identificando como «bárbaros».
En el caso de las Literaturas en el Renacimiento europeo, se ha atendido cumplidamente a tal marco socio-histórico, evitándose la fácil tentación de contemplar la Historia como un «continuum» hacia el progreso humano. En este breve período nos encontramos ante las primeras producciones literarias modernas y con algunas de las mayores figuras de la Literatura Universal; pero todo ello en determinante relación con su contexto: nacionalismos, imperios, descubrimientos, crisis religiosas y guerras configuraron una renovada visión del mundo cuya complejidad entrevemos en la producción literaria. Si el Renacimiento cultural respondió a la «modernidad» con sus propios medios, uno de ellos, la Literatura, encontró un magistral equilibrio en su contradictorio retorno a la Antigüedad grecorromana.
El estudio de la Literatura en el siglo XVII parte de la base de la configuración del Barroco y del Clasicismo a partir de idénticas premisas estéticas: la imposibilidad de seguir transitando por los caminos del clasicismo renacentista. El análisis de las correspondientes producciones literarias nacionales europeas da cumplida cuenta de lo que de superación estilística suponen ambos: si el uno se confía al formalismo basado en la imitación de los clásicos, el otro se equipara a ellos para hacerse «clásico» él mismo. Tras la primera centuria de la Edad Moderna europea, caracterizada por el idealismo, Barroco y Clasicismo se constituyen en respuesta válida, desengañada y madura, a un mundo que se va abriendo lentamente, a golpes de escepticismo y descreimiento, a cierto racionalismo materialista.
Con el desarrollo de la Literatura durante el siglo XVIII en Europa, entramos ya de lleno en la consideración de los autores y las producciones contemporáneas. Tras un largo período de interpretación clasicista, la Literatura Universal sabe superar sus propios modelos para dar forma a moldes totalmente renovados y, en muchos casos, completamente originales; la irrupción y difusión de la ideología burguesa, que llevó a cabo una labor de Ilustración en todos los órganos de difusión culturales, determinó la puesta al día de una nueva sensibilidad cuya novedad revolucionó la Historia Universal. Por ello, frente a lo que muchas veces se ha dicho, el máximo logro del siglo XVIII no fue la actualización de los postulados racionalistas, sino, por el ·contrario, la disgregación de éstos en el irracionalismo que anegará, hasta nuestros días, la literatura contemporánea.
El idealismo individualista que había comenzado a expresarse en la Literatura del siglo XVIII eclosionó en la primera mitad del XIX en el posiblemente primer movimiento literario con conciencia de tal: el Romanticismo. Muchos tópicos quedan aún por desterrar sobre este período, especialmente idealizado tanto por su propia naturaleza como, sobre todo, por informar aún, querámoslo o no, nuestra misma sociedad y la idea que en ella nos hacemos de la Cultura. Con el Romanticismo, el Arte ‒todo Arte‒ será Verdad, y la carencia de toda norma y medida la única regla a seguir, en un decidido avance de los presupuestos de la Literatura de nuestro siglo XX.
Las artes de la segunda mitad del siglo XIX —y, con ellas, la literatura— dan cuenta de la crisis en la que han entrado definitivamente el idealismo y el individualismo característicos de la ideología burguesa contemporánea. El Realismo y el Posromanticismo suponen, cada uno a su manera, una decidida toma de postura del escritor ante un mundo en crisis. Progresismo y reaccionarismo, espiritualismo y materialismo, subjetivismo y objetivismo se dan la mano y se enfrentan en una producción literaria cuyas formas se diversifican enormemente en su intento bien de perpetuar la vigencia de los antiguos valores, bien de solventar su crisis mediante su superación en nuevas formas artísticas.
Con su generalizada actitud de rechazo de la realidad, los más jóvenes artistas encaran el siglo XX decididos a conseguir, aunque sea con la violencia —no en balde «vanguardia» es un término bélico—, un arte absolutamente novedoso. Pero las raíces de esta violenta expresión artística no se hallan en lo meramente estético, sino que se hunden en una ética que repudia el sistema social vigente y consagra, a grandes rasgos, el divorcio entre la cultura y la sociedad. Esta actitud de exclusivo compromiso con el arte, no obstante, iba a troncarse escasos años después de una decidida toma de postura política por parte de algunos de los más interesados pensadores y artistas del siglo XX.
La quiebra de los actuales sistemas sociales, políticos y de pensamiento es resultado directo de la inutilidad de la II Guerra Mundial, pues extirpó los fascismos sin solventar la crisis que los había justificado y legitimado y de la cual todavía hoy seguimos teniendo signos inequívocos. Las artes y la cultura contemporáneas han sido incapaces, hoy por hoy, de darle una respuesta, de tal modo que bien podemos hablar de «Posmodernidad» como del resultado de insistir en los postulados de la Modernidad con pocas variaciones y escasa originalidad: las asociadas al neo-vanguardismo en cualquiera de sus formas, tanto experimentales como tradicionalistas.
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