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Martín Heidegger y Hannah Arendt Correspondencias 1925-1975 (PDF)

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Las relaciones entre Heidegger y Arendt fue uno de los mejores secretos del siglo que pasó.“Tenemos que recuperar un cuarto de siglo de nuestras vidas”, le escribía Martín Heidegger a Hannah Arendt el 13 de febrero de 1950. “Nel mezzo del camin” de una de las relaciones amorosas más apasionantes del siglo XX. Todo comenzó en 1924 o 1925, cuando la joven Arendt, de diecinueve años, conoció al pensador en los seminarios de la Universidad de Marburgo. Heidegger ya un personaje de la leyenda alemana, el “brujo” de su institución filosófica. En la ocasión de los ochenta años de Herr Professor, en 1969, Arendt: “El nombre recorrió toda Alemania como el rumor sobre un rey secreto… El rumor lo decía de manera muy simple: el pensamiento ha vuelto a cobrar vida, los tesoros de la cultura del pasado se ponen a hablar, y a todo esto se descubre que transmiten cosas muy diferentes de las que uno, desconfiado, sospechaba. Existe un maestro. Quizás se pueda aprender el pensamiento. Así pues, era el rey secreto de la filosofía”. Rápidamente, la joven judía, llegada de Könisberg, habría de convertirse en una súbdita. En súbdita y amante. Las relaciones entre Heidegger y Arendt fue uno de los mejores secretos del siglo que pasó. Se sabía que Arendt había comenzado su tesis de grado bajo la supervisión del maestro de Ser y tiempo durante el primer semestre de 1925. Y que luego se había trasladado a Friburgo, a continuar sus estudios bajo la dirección de Karl Jaspers, con los auspicios de Heidegger. Esto se sabía y no mucho más.

Los primeros indicios que recuerdo son los que revelara, en 1984, Elizabeth Young-Bruehl en su copiosa biografía de Arendt (Hannah Arendt: For Love of the World. Yale). No era mucho lo que allí se decía, pero suficiente para saber que, durante su año en Marburgo, “Heidegger le había expresado su devoción en cartas y poemas y que había consentido que el amor floreciera, pero no permitió que alterara el curso de su propia existencia”. Además, y era lo mejor, reproducía algunos poemas de Arendt, desgarrados y románticos, que hablaban de su entrega a aquel amor tres veces trasgresor: estudiante, diecisiete años más joven y judía.

Hasta aquí, lo que sabíamos sobre las relaciones entre el más grande filósofo desde Hegel, el “brujo”, a quien el lenguaje mismo había hablado, y una de las pensadoras políticas más difundidas y discutidas de su tiempo. Ha debido ser suficiente. Y así lo habían estimado los encargados de la herencia literaria de Heidegger. Pero no fue de esta manera, para bien o para mal. Antes de morir, Arendt había confiado a Mary Mac Carthy, su mejor amiga, la custodia de su legado literario. Y fue gracias a Mac Carthy, conocida, además de su brillante escritura, por sus confesiones y chismografía, que otra biógrafa, Elzbieta Ettinger, tuvo acceso a la correspondencia entre el profesor y su alumna, entre Abelardo y Eloísa, según el ingenio de George Steiner. El libro de Ettinger no fue bien recibido por nadie. Pero alcanzó una enorme difusión en varios idiomas. La atrevida autora, sin embargo, fue limitada sólo a la lectura de las cartas y poemas, la reproducción quedaba excluida. El libro revelaba, ampliamente, el alcance de aquellas relaciones. De aquellos amores que se habían prolongado más de un semestre. Mucho más. Para sorpresa general, fueron cincuenta los años en los cuales, y cada uno a su modo, Heidegger y Arendt mantuvieron una suerte de compromiso con los sentimientos que se habían confesado durante un seminario sobre Aristóteles, a comienzos de 1925. El libro de Ettinger estimuló la producción de rumores sobre la “res privatas” de Heidegger: “Su éxito”, consideraron los administradores del legado del filósofo, “no guarda relación alguna con su calidad… redactado desde una perspectiva limitada y con una asombrosa falta de comprensión y sensibilidad”. Nada más eficaz contra la chismografía que la verdad. Esto fue lo que consideró Herman Heidegger, cuando autorizó la publicación de las cartas. En alemán, el volumen se le encargó, en 1999 a Vittorio Klostermann, encargado de la Gesamtausgabe de Heidegger. En castellano, en el 2000, la editorial Herder publicó una cuidada versión del epistolario (Hannah Arendt-Martin Heidegger: Correspondencia 1925-1975. 446 pp).



Los editores han distinguido tres momentos “cumbre” en la Correspondencia. El primero, abarca los años 1924-1932. Luego, un segundo período, de 1950 a 1954. Y el tercero, que se inicia en 1966 y sólo concluye con la muerte de Arendt, en 1975. El recorrido abunda en sorpresas. Desde el enamoramiento y la fascinación del “brujo”, hasta el desconocido reencuentro de 1950. Y la calidez amorosa de los intercambios de la vejez. El conjunto supera las expectativas. Todo lo que se sospechaba es nada. No fue que mantuvieron un fugaz romance durante aquel semestre de 1925. Los amantes se siguieron encontrando aun después del matrimonio de Arendt, en 1929. Y de que Elfriede Heidegger se enterara de la infidelidad de su esposo. Es cierto que, en enero de 1926, Arendt deja Marburgo para trasladarse a Friburgo. Muchos habíamos pensado que había sido por iniciativa del maestro. En realidad, la decisión fue de Arendt, como él reconoce en una de las cartas más extensas: “A tu decisión, respondo con un ‘no’ cuando pienso en mí mismo y con un ‘sí’ cuando pienso en mí en el aislamiento del trabajo… A lo mejor tu decisión se convierte en ejemplo y me ayuda a despejar el aire. Si produce algo positivo, sólo será porque exige sacrificios de ambos”. Seis meses después, todo sigue igual. Nuevos encuentros furtivos siempre bajo las indicaciones de Heidegger. Dos años más tarde, en 1928, es muy poco lo que ha cambiado: “Si no te visito entre las dos y las cuatro, espérame por favor a las diez de la noche frente a la biblioteca de la universidad. Tu Martín”. Respuesta de Arendt cuatro días después: “Te amo como el primer día -lo sabes y siempre lo he sabido, incluso antes de este reencuentro”. En 1929, ya casada: “No me olvides y no olvides hasta qué punto y con qué profundidad sé que nuestro amor es la bendición de mi vida… Te beso en la frente y en los ojos. Tu Hannah”. La primera sección de la Correspondencia termina con una misiva de Heidegger, de 1932, donde se defiende, y se defiende bien, de las acusaciones de antisemitismo. Y una anterior, de septiembre de 1930, que bien pudo ser el guión para la secuencia final de una cinta de Preminger o Curtiz. Arendt, en el andén de la estación de Friburgo, a comienzos de otoño. En el tren, en el mismo vagón por puro azar, Günther Stern, el marido, y Heidegger, el amante: “Y luego, cuando el tren ya casi se puso en marcha. Y ocurrió tal, como de hecho, yo había pensado enseguida, o sea, sin duda, como yo había querido. Ustedes dos arriba y yo sola y totalmente inerme ante la situación. Como siempre me sucede, no me quedó más remedio que consentir, esperar, esperar, esperar”. En el horizonte cristalino de Friburgo, ya se insinuaban quince años de horrores, persecuciones, guerra y muerte. Al terminar este primer segmento, nos preguntamos por las cartas de Arendt y sentimos que hemos sido víctimas de un despojo. De las cuarenta y tres de esta primera parte, sólo tres son de su pluma. A los diecinueve años, y enamorada, Arendt, que nunca fue tímida con la pluma o la máquina de escribir, tiene que haber respondido en forma dilatada a las palabras de Heidegger. ¿Qué se hicieron esos papeles? ¿Quién los destruyó, si es que fueron destruidos? Los editores no ofrecen ninguna explicación y uno piensa lo peor.

Diecisiete años habrían de pasar, un rectorado nazi, una larga guerra, varios holocaustos y dos bombas atómicas, antes de que se reanudaran las relaciones entre el maestro y la discípula. Como la primera vez, será Arendt, refugiada en Estados Unidos, quien proponga el reencuentro. En lo que sería uno de los documentos más precisos de nuestro tiempo, le escribe a Heidegger, en el papel timbrado de su hotel en Friburgo: “Estoy aquí”. Así comienza la segunda entrega de este film, protagonizado por Hannah Arendt, en lugar de Ingrid Bergman, y Martín Heidegger, en vez de Laurence Olivier. Por suerte para la audiencia, que es la posteridad, la nota no cayó en manos de Elfride. Que no había olvidado el apasionamiento de Heidegger durante los años de la preguerra. Como buena campesina, sabía que bajo las blancas cenizas se conservaba un tizón todavía rojo, que diecisiete años no habían consumido. Arendt fue enviada a Alemania, a finales de 1949, a tratar de rescatar los bienes culturales judíos que sobrevivieron la persecución nazi. Consideró, no sé si con acierto, que en su caso, su mejor bien se encontraba en Friburgo, precisamente. En medio del frío febrero de 1950, propone el reencuentro de las miradas. Para el viejo “brujo” era un regalo inesperado de los dioses. Tener frente a sí la mirada de estrella que lo había fascinado, la sensualidad perdida, el gesto sofisticado y la voluntad de entrega de Hannah Arendt, que había regresado para hacer buena su palabra de 1928: “Sé que nuestro amor es la bendición de mi vida Y nada puede alterar este saber. Perdería mi derecho a la vida si perdiera mi amor por ti”. La más indeclinable independencia de criterio se encuentra entre los atributos de la pensadora. Que para tantos intelectuales y religiosos judíos se trataba de una aberración. Se necesitaba algo más que amor para que alguien de origen hebreo se atreviera a visitar, en 1950, a un individuo, no importa lo famoso y brillante, que había estado vinculado al partido nazi. Cinco años antes, y por esas razones, Camus se había negado a conocerlo. Pero Arendt es Arendt y la trasgresión era uno de sus pasatiempos.

El primer encuentro entre los amantes aquel 8 de febrero de 1950, en el hotel de Friburgo, cuyo papel había utilizado Arendt para comunicarse, es una de las grandes ocasiones del siglo XX. ¿Qué podía quedar de aquel amor, después de diecisiete años sin saber nada el uno del otro? Mucho, como sospechaba Frau Heidegger. Al regresar a Wiesbaden, Arendt, en una carta del mismo día, nos da una idea: “Esta velada y esta mañana son la confirmación de toda una vida. Una confirmación en el fondo nada esperada. Cuando el camarero pronunció tu nombre (de hecho no te esperaba, pues no había recibido la carta) fue como si de pronto se detuviera el tiempo”. Nuevos encuentros habrían de producirse durante los helados meses del invierno de 1950. La vieja llama se había reanimado. Para Heidegger, era el comienzo del proceso de recuperación de “un cuarto de siglo de nuestras vidas”.

Reseña de Alejandro Oliveros , poeta y ensayista, nació en Valencia el 1 de marzo de 1948. Fundó y dirigió la revista Poesía, editada por la Universidad de Carabobo. Ha publicado diez poemarios entre los que figuran El sonido de la casa (1983) y Poemas del cuerpo y otros (2005). Entre sus libros de ensayos destacan La mirada del desengaño (1992) y Poetas de la Tierra Baldía (2000).

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