A la vivencia del shock que tiene el transeúnte en la multitud corresponde la vivencia del obrero en la maquinaria, lo cual no permite suponer que Poe tuviese la menor idea del proceso industrial del trabajo. En cualquier caso, Baudelaire estuvo muy lejos de esa idea. Pero sí estaba obsesionado por un proceso en el que el mecanismo reflejo que la máquina desata en el obrero puede estudiarse de cerca, como en un espejo, en el desocupado. El juego de azar representa dicho proceso. La afirmación parece paradójica. Una contraposición: ¿dónde se establece con más crédito, si no es entre el trabajo y el azar?
Alain escribe de manera esclarecedora: "El concepto... de juego... implica... que ninguna partida dependa de la precedente. El juego no quiere saber nada de ninguna posición segura... No tiene en cuenta los méritos adquiridos antes y por eso se diferencia del trabajo. El juego acaba pronto el pleito con ese importante pasado en el que se apoya el trabajo". El trabajo que Alain tiene en mientes es sumamente diferenciado ( y puede conservar, como el espiritual, ciertos rasgos del artesanado); no es el de la mayoría de los obreros de una fábrica y menos aún de los no especializados. Claro que al de estos últimos les falta el empaque de la aventura, el hada Morgana que atrae al jugador. Pero de lo que desde luego no carece es de la futilidad del vacío, de la incapacidad para consumarse inherentes a la actividad del obrero asalariado en una fábrica. Incluso sus gestos, provocados por el ritmo del trabajo automático, aparecen en el juego, que no se lleva a cabo sin el rápido movimiento de mano del que apuesta o toma una carta. En el juego de azar el llamado "coup" equivale a la explosión en el movimiento de la maquinaria. Cada manipulación del obrero en la máquina no tiene conexión con la anterior, porque es su repetición estricta. Cada manejo de la máquina es tan impermeable al precedente como el "coup" de una partida de azar respecto de cada uno de los anteriores; por eso la prestación del asalariado coincide a su manera con la prestación del jugador. El trabajo de ambos está igualmente vaciado de contenido.
Hay una litografía de Senefelder que representa un club de juego. Ni uno de los retratados en ella sigue el juego de modo habitual. Cada uno está poseído por su pasión; éste, por una alegría confiada; el otro, por la desconfianza para con su compañero; un tercero, por una desesperación sorda; un cuarto, por el afán de pendencias; uno de ellos incluso toma disposiciones para abandonar este mundo. En actitudes tan múltiples se esconde algo común: las figuras representadas muestran cómo el mecanismo, al que el jugador se entrega en el juego de azar, le acapara en cuerpo y alma. Incluso en su esfera privada, por muy apasionados que sean siempre, no serán capaces de actuar más que de forma mecánica. Se comportan como los transeúntes en el texto de Poe. Viven su existencia como autómatas y se asemejan a las figuras ficticias de Bergson que han liquidado por completo su memoria.
No parece que Baudelaire se entregase al juego, aunque haya encontrado palabras de simpatía, incluso de homenaje, para los que sucumben a él. El tema que trató en su poema nocturno Le jeu estaba, a su entender, previsto en lo moderno. Escribir sobre él formaba parte de su tarea. La imagen del jugador era para Baudelaire el complemento moderno de la imagen arcaica del luchador. Al uno y al otro los tiene por figuras heroicas. Börne veía por los ojos de Baudelaire al escribir: "Si se ahorrasen la fuerza y la pasión... que cada año se despilfarran en Europa en las mesas de juego... bastarían para formar un pueblo romano y una historia romana. Pero claro, como todo hombre nace romano, la sociedad burguesa intenta desromanizarlo, y por eso ha introducido juegos de azar y de sociedad, novelas, óperas italianas y periódicos elegantes". Sólo en el siglo XIX llegó a asentarse en la burguesía el juego de azar; en el siglo XVIII jugaba únicamente la nobleza. Lo propagaron los ejércitos napoleónicos y formó entonces parte del "espectáculo de la vida elegante y de miles de existencias flotantes que circulan en los subterráneos de una gran ciudad", ese espectáculo en el que se empeñaba Baudelaire en ver lo heroico "tal y como es propio de nuestra época".
Si concebimos el azar no tanto en su aspecto técnico como en el psicológico, se revelará la enorme importancia de la concepción de Baudelaire. Es evidente que el jugador intenta ganar. Sin embargo no llamaríamos deseo en el sentido propio del término a su esfuerzo por ganar y por hacer dinero. Quizá por dentro le invada la avidez, quizás una oscura resolución. En cualquier caso está en un estado de ánimo que no le permite hacer demasiadas cosas con la experiencia. El deseo, por el contrario, pertenece a los órdenes de la experiencia. Goethe dice que "lo que deseamos en la juventud se cumple en la edad avanzada". Cuanto antes formulemos un deseo en la vida tanto mayores serán las probabilidades de que se cumpla. Cuanto más lejos alcance un deseo en el tiempo, tanto mejor podremos esperar su cumplimiento. Pero lo que nos conduce a la lejanía del tiempo es la experiencia que lo llena y lo estructura. Por eso el deseo cumplido es la corona que se destina a la experiencia. En la simbólica de los pueblos la lejanía del espacio puede hacer la veces de la del tiempo; de ahí que la estrella fugaz, que se hunde en la infinita lejanía del espacio, se haya convertido en símbolo del deseo cumplido. La bolita de marfil que va rodando hasta la casilla próxima, la carta siguiente, la que está encima de todas, es auténtica contraposición de la estrella fugaz. El tiempo contenido en el instante en que la luz de la estrella fugaz brilla para un hombre es del mismo material que el del que perfila Joubert con la seguridad que le es propia. "El tiempo -dice- se encuentra de antemano en la eternidad; pero no es el tiempo terreno, el mundano... Ese tiempo no destruye, sólo consuma". Es lo contrario del tiempo infernal, en el que se discurre la existencia de los que no acaban nada de lo que acometieron. De hecho el descrédito del juego de azar viene de que el jugador mismo pone mano a la obra (un incorregible cliente de la lotería no caerá en igual proscripción que el jugador de azar en sentido estricto).
Empezar siempre de nuevo y por el principio es la idea regulativa del juego (y del trabajo asalariado). Tiene por tanto un sentido exacto que Baudelaire haga aparecer la manecilla de los segundos como compañera del jugador:
Recuerda que el tiempo es jugador tenaz,
¡que no hace trampa y gana tiro a tiro! Es la ley.
En otro texto, Satán ocupa el puesto del segundero mencionado. Sin duda que pertenece a su distrito ese infierno silencioso que el poema Le jeu señala para los que han sucumbido al juego de azar:
He aquí el negro cuadro que en un sueño nocturno
se desplegó delante de mi mirar curioso;
a mí mismo, en un ángulo del antro taciturno,
me vi acodado, frío, callado y envidioso.
Las tenaces pasiones de esa gente envidiando.
El poeta no participa en el juego. Está de pie en un rincón: no es más feliz que los jugadores. También él es un hombre defraudado en su experiencia; es un moderno. Sólo que desdeña el estupefaciente con que los jugadores procuran acallar la consciencia que les ha abandonado al paso del segundero.
¡Y mi alma a tantos míseros envidiaba, espantada,
que con fervor corrían al abismo entreabierto,
y que ebrios de su sangre, prefirieran, de cierto,
el dolor a la muerte, y el infierno a la nada!
En estos últimos versos Baudelaire hace de la impaciencia sustrato de la furia del juego. Encuentra ese sustrato en sí mismo y en estado puro. Su arrebato de cólera poseía la fuerza expresiva de la Iracundia del Giotto en Padua.