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La Edad de Oro de los Vikingos (Artículo)

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Durante casi tres siglos saquearon y mataron allí por donde pasaron sus naves. También llevaron el comercio a Oriente y descubrieron costas desconocidas. Fue Harald Diente Azul, uno de sus caudillos, quien cambió el rumbo de la historia de los vikingos con un solo gesto: su propio bautismo.

En torno al año 960 de nuestra era, en algún lugar de lo que hoy es Dinamarca, un guerrero vikingo llamado Harald Blåtand (Harald Diente Azul) recibió en su corte a un eclesiástico procedente del sur, enviado por el pueblo germánico para cristianizar a las gentes del norte pagano. Aquel fue un encuentro de consecuencias trascendentales. En el banquete celebrado con tal motivo, el rey y el monje Poppo discutieron sobre quién tenía más poder, si el dios de los cristianos o los dioses de los vikingos. Poppo, llegado probablemente de Wurzburgo, viajaba por aquellas tierras para anunciar la palabra de Cristo. Pero al escéptico caudillo no le bastaba el mensaje de la Biblia. «¡Dame una prueba!», exigió. El monje asió entonces un hierro al rojo vivo, un sistema muy extendido en la Edad Media para determinar la verdad ante un tribunal de justicia. Y cuentan las crónicas que, cuando Poppo retiró la mano del metal candente, no había sufrido daño alguno. ¡Una señal de Dios! No hizo falta nada más para convertir a Harald.


Harald Diente Azul creó en Jelling una arquitectura monumental que vinculaba el pasado pagano con un presente cristiano. Una estructura naviforme de 350 metros de largo incluía el túmulo de su padre, Gorm (de los dos montículos, el del norte), y la primera iglesia construida frente a este, en forma de nave oblonga característica de la época. Una empalizada rodeaba el complejo. Durante un tiempo se creyó que el montículo sur también albergaba un enterramiento, pero su excavación reveló que nunca había sido utilizado. En las viviendas estaban alojados principalmente guerreros. Los cuatro edificios del extremo superior se han ubicado según los datos arqueológicos; la existencia de los demás es especulativa.


Su bautizo, celebrado el año 965, inauguró una nueva era para Harald Diente Azul y para los vikingos, e inició su integración definitiva en la Europa medieval.

«Harald Diente Azul era un visionario –dice Jörn Staecker, arqueólogo de la Universidad de Tubinga y experto en cultura vikinga–. Sus políticas transformaron Escandinavia para siempre y sentaron las bases de las monarquías nórdicas tal y como hoy las conocemos.»

¿Un dirigente de tal talla precisamente entre los vikingos? Probablemente no haya en toda la historia de Europa un pueblo con peor reputación que ellos. Saquearon a placer, mataron y sembraron el terror a su paso, desde el mar del Norte hasta el Mediterráneo. Durante casi tres siglos, buena parte del continente vivió bajo la amenaza de sus temidas incursiones.

Su irrupción en el escenario altomedieval europeo tuvo lugar a principios del verano de 793, con el ataque al prestigioso monasterio de Lindisfarne, en la costa oriental de Inglaterra.

«El octavo día del mes de junio la ira de los paganos destruyó la iglesia de Dios de Lindisfarne con latrocinio y matanza», dice la Crónica Anglosajona acerca del asalto a aquel centro espiritual del reino de Northumbria, uno de los más importantes de la cristiandad celta. Aquel día se divisaron en el mar unos barcos raudos y ligeros cuyo aspecto delataba un origen extranjero. Poco antes de llegar a la costa, sus tripulantes arriaron las velas cuadras, saltaron a tierra y se lanzaron al ataque con hachas, lanzas y espadas. Nadie iba a cortarles el paso en aquella indefensa fortaleza de la fe. En cuestión de unas pocas horas los atacantes, que habían atravesado el mar del Norte procedentes de Dinamarca o de Noruega, habían matado a la mayoría de los monjes de Lindisfarne. A los supervivientes los embarcaron en calidad de prisioneros; los esclavos siempre reportaban un buen dinero. Los vikingos profanaron los altares, arramblaron con el oro y las joyas y luego se fueron por donde habían venido. «En el templo de Dios hollaron los cuerpos de los santos como quien pisa excrementos en el camino», se lamentaba Alcuino de York, consejero inglés de Carlomagno.

«Salir a la vikinga» es como se llamó a aquellas incursiones, que el arqueólogo danés Ole Crumlin-Pedersen ha descrito como un «choque de civilizaciones»: para los antiguos escandinavos, que rendían culto a Odín y Thor, los preceptos y las prohibiciones de los cristianos no tenían la más mínima importancia. En el año 841 los víkingr, como se les conocía en nórdico antiguo (posiblemente a partir de la voz vík, que significa «bahía», o wik, «mercado»), atacaron la ciudad de Ruán, en el norte de Francia; cuatro años más tarde saquearon Hamburgo. Luego París, York, Dublín, Londres. Dorestad, un importante núcleo comercial situado en lo que hoy son los Países Bajos, era atacada prácticamente cada año. Se establecieron puestos de vigilancia a lo largo de los ríos más importantes y del litoral, pero no ofrecían protección alguna frente al fuego y la muerte que venían del norte. Una y otra vez los vikingos atacaron los desprotegidos monasterios francos, un botín fácil con el que recompensar a los suyos y hacer ofrendas a los dioses. Y entonces llegó Harald Diente Azul y la cristianización de su gente. En unas pocas décadas todas las señas de identidad del orgulloso pueblo vikingo sufrieron un cambio profundo. ¿Quién fue aquel personaje que cambió el devenir de su pueblo? ¿Cómo era el universo que gobernaba? ¿Cómo consolidó su poder? ¿Cuál es su legado?

 Quienes estudian la historia de este visionario rey de los daneses se basan sobre todo en los resultados de la in­vestigación arqueológica. Las crónicas escritas de la época salieron en su inmensa mayoría de la pluma de los monjes evangelizadores, que por lo general son, al igual que las sagas recogidas más de dos siglos después, poco rigurosas, tendenciosas y a veces inverosímiles. «Cronistas como Adán de Bremen, canónigo alemán del siglo XI, siempre presentaban a las comunidades paganas como rudas y brutales para mayor gloria de su propia labor», dice Staecker. Por eso es crucial una interpretación científica a la hora de reconstruir el mundo que Harald Diente Azul revolucionó.

En los albores de la Edad Media Europa estaba en plena transformación. Roma no solamente había legado al continente sus ciudades, sus calzadas y su cultura, sino también el cristianismo como religión dominante en la mayoría de su territorio. En la segunda mitad del primer milenio, la nueva fe echó raíces y se fue consolidando progresivamente en el corazón del Occidente europeo. Con su bautizo en Reims en el año 498, Clodoveo, rey de los francos, dio el pistoletazo de salida al proceso de cristianización. Los monjes se lanzaron a anunciar la palabra de Dios. Trescientos años más tarde Carlomagno estaba al frente de una Europa cristiana y unida por vez primera, desde el mar del Norte hasta el Mediterráneo y desde Normandía hasta el sur de Italia. En el año 804 integró también en su imperio a los sajones del Elba. Su ámbito de influencia llegaba hasta la Danevirke, la muralla fronteriza de los vikingos. Este era el escenario cuando en 962 Otón I se puso al frente del Sacro Imperio Romano Germánico. El complejo de mu­­rallas que se erguía cerca de la actual ciudad de Schleswig (hoy en territorio alemán) separaba la Europa cristiana del territorio pagano, donde por entonces gobernaba Harald Diente Azul.


Los vikingos creían que, tras su muerte, un barco los conduciría a la vida del Más Allá. En Lindholm Høje, Dinamarca, hay una vasta necrópolis salpicada de piedras alineadas de tal modo que representan cascos de barcos.

Más allá de la Danevirke se extendía un paisaje duro e inhóspito. Jutlandia era una gran llanura surcada de ríos y pantanos. Hacia el norte, la península Escandinava, una sucesión infinita de bosques y lagos. En las cordilleras yermas y a lo largo del recortado litoral de la actual Noruega el transporte de mercancías era especialmente complicado. El único suelo fértil era el de los valles angostos y las zonas ribereñas. Gran parte de la población vivía en condiciones deplorables bajo el yugo de jefes locales. Las incursiones y la rapiña mejoraban un poco aquellas condiciones, pero para lo que siempre servían era para reportar fama y honor. Desde los fiordos del mar de Noruega hasta las islas del Báltico los vikingos compartían una lengua común y similares creencias religiosas. Eran guerreros valientes y unos ingenieros náuticos excepcionales. También grandes navegantes y hábiles comerciantes. En una época en la que apenas existía una vaga idea de la morfología de Europa, y no digamos de otras partes del mundo, los vikingos recorrieron el Norveg –el «camino hacia el norte»– hasta el Ártico, surcaron el océano Atlántico hasta Groenlandia y fueron los primeros europeos que pisaron América al arribar a las costas de Terranova en el año 1000. Colonizaron Islandia y otras islas del Atlántico Norte. Llegaron al Mediterráneo franqueando con sus naves el estrecho de Gibraltar y navegaron los ríos de Rusia hasta el mar Negro. Comerciaron con Samarcanda, en el actual Uzbekistán, un punto estratégico de la Ruta de la Seda, que llegaba hasta China.


Sus métodos de construcción naval derivaban de una antigua tradición nórdica, aunque la vela fue importada de las culturas del sur de Europa. Recorrían grandes distancias orientándose por el sol y el oleaje, el vuelo de las aves y sus propios puntos de referencia. Los restos reconstruidos del Roskilde 6 (que con sus 37 metros de eslora es la mayor nave vikinga localizada hasta la fecha) pueden admirarse, junto con otras cuatro embarcaciones de la misma época, en el Museo de Barcos Vikingos de Roskilde, en la isla danesa de Sjælland. A finales del siglo viii los vikingos fundaron en el extremo del Schlei, un brazo de mar o estrecho entrante del Báltico de 42 kilómetros de lon­gitud en la parte meridional de la península de Jutlandia, un puerto comercial al que llamaron Haithabu, que en traducción libre significa «el asentamiento del brezal». La elección del lugar no podía ser mejor: las mercancías destinadas al mar del Norte solo debían recorrer por tierra 18 kilómetros hasta llegar al río Treene, donde se embarcaban rumbo a la costa occidental. Así se evitaba dar un largo rodeo por los estrechos del Kattegat y Skagerrak o por el Limfjord del norte de Jutlandia, en una época y unas regiones en las que no había red viaria ni existía el canal de Kiel. Haithabu se convirtió en el principal centro logístico del comercio a larga distancia. Aquel asentamiento pasó a la historia hace mucho tiempo, pero un museo local recuerda hoy su glorioso pasado. En él se exhibe una maqueta que muestra cómo estaba construido. Los barcos mercantes se estibaban y desestibaban en veintitantos amarraderos que se adentraban hasta 50 metros en el mar (véase la ilustración de las páginas 44-45). Los arqueólogos también han localizado en Haithabu los restos de un buque de guerra construido hacia el año 985, el llamado Pecio 1. De 31 metros de eslora, veloz y de una elegancia excepcional, bien pudo ser la embarcación con la que Harald Diente Azul y posteriormente su hijo Svend Barba Partida visitaban sus dominios meridionales.

Edificios bajos y macizos se alzaban a lo largo de unas callejuelas que convergían perpendiculares a una vía principal, pavimentada con tablones y que discurría paralelamente a la orilla. Esos edificios acogían la actividad de fundidores, orfebres, torneros y tejedores. Las investigaciones revelan que la ciudad creció con rapidez hasta llegar a ocupar una superficie equivalente a 36 campos de fútbol. Es posible que albergase una población de hasta 1.500 habitantes. Cargamentos de madera, colmillo de morsa, esteatita, cuero y pieles procedentes del norte se trocaban en el mismo muelle por tejidos, vidrio, joyas, seda, especias y plata de Oriente que llegaban al Schlei a través de intermediarios rusos. Muchas materias primas pasaban directamente a los talleres artesanos del lugar. «Era una población ruidosa, y probablemente fétida por las aguas residuales», dice Ute Drews, directora del museo. Pronto Haithabu atrajo también a misioneros. A partir de 850, aproximadamente, la población contó con un templo cristiano, tal vez algo alejado de la zona mercantil y que hacía también las veces de lugar de encuentro para viajeros.

Los vikingos fueron tolerantes con los foraste­ros y permitieron en sus dominios la labor evangelizadora de los monjes cristianos. Pero en las largas veladas invernales los escaldos (sus poetas y cantores) entonaban composiciones que hablaban de gigantes y de dioses, entre los que desco­llaba Odín con su corcel de ocho patas, Sleipnir. Y de la tierra de Midgard, el mundo de los hombres (en la que se basó Tolkien para idear la Tierra Media de El Señor de los Anillos); del reino de Asgard, el hogar de los dioses, y de Utgard, donde residen las fuerzas de la oscuridad.

Sus cantos también hacían referencia al Valhalla, donde se reunían los bravos guerreros caídos en combate, y al Hel, el reino de los muertos. Los difuntos más nobles navegaban hasta su destino en espléndidos barcos, como los que fueron hallados en los túmulos funerarios de Gokstad y Oseberg, cerca de Oslo. Otros viajaban en barcos simbólicos, representados con alineaciones de piedras sobre las tumbas, como las que se pueden ver en la necrópolis de Lindholm Høje, cerca del Limfjord danés: un paisaje onírico, toda una flota naval varada y petrificada.

La fe en el otro mundo y la idea cristiana de la salvación eran ajenas a los vikingos. A ellos no les preocupaba la inmortalidad del alma, sino forjarse una fama perdurable. «Que uno hubiese sido una buena o una mala persona en su paso por la vida no tenía importancia. Sí la tenía el que se hubiese forjado una buena reputación y que se siguiese hablando de él tras su muerte», explica el filólogo y germanista austríaco Rudolf Simek, de la Universidad de Bonn. Los funerales eran por tanto un gran acontecimiento que dejaba una huella profunda y duradera. Los vivos jamás olvidaban aquello que el difunto se llevaba consigo en el barco de los muertos; y los muertos permanecían por siempre en el recuerdo.

Harald diente azul nació y se crió en este universo de creencias fabulosas, aunque su sociedad ya había empezado a abrir las puertas a la nueva religión que poco a poco se infiltraba en el imaginario pagano. Los vikingos estaban dispuestos a aceptar a Cristo si este les prometía más ventajas que las viejas deidades. O si Odín y Thor los dejaban en la estacada.

Gorm, su padre, se había impuesto a caudillos rivales, y a mediados del siglo X había fundado en la Jutlandia central, a unos 150 kilómetros al norte de Haithabu, una monarquía centralizada en la que por primera vez el poder era hereditario. Todo apunta a que Gorm y su hijo reinaron juntos desde el año 936 durante unas dos décadas.

Harald rondaría los 18 años cuando en un en­­cuentro con Unni, el arzobispo de Hamburgo-Bremen, conoció el cristianismo. Gorm no veía aquella religión con buenos ojos, pero según las crónicas su hijo era bastante más receptivo y, de hecho, permitió a Unni celebrar misa. Probablemente porque también percibía en su justa medida la amenaza que venía del sur: Otón I, el emperador cristiano del Sacro Imperio Romano Germánico, estaba resuelto a propagar la palabra de Jesús entre los paganos, por la fuerza si era necesario, y no solamente por convicción personal, sino también porque ello le garantizaría influencia política y económica.

Se ignora qué aspecto tenía Harald Diente Azul. No existen más imágenes suyas que las planchas de oro de la iglesia de Tamdrup, en Jutlandia, que lo representan recibiendo el bautismo de manos del monje Poppo. Tampoco está claro de dónde procede su sobrenombre. Es posible que tuviese una pieza dental necrosada y ennegrecida, o que se limase y colorease la dentadura, como se estilaba por entonces.
Bajo el reinado de Diente Azul las incursiones danesas no cesaron. Como era habitual, el soberano viajaba por su reino para hacer demostraciones de poder y ganarse a los jefes locales. Es seguro que tenía contactos en el extranjero. Contrajo matrimonio con una eslava oriunda de la costa báltica. Por lo que parece también estaba familiarizado –bien de primera mano, bien por descripciones de sus enviados– con los suntuosos palacios imperiales de Ingelheim y Paderborn, con la catedral de Aquisgrán y otras sedes episcopales, y tal vez aspirase a llevar un estilo de vida similar al del civilizado sur.

Como otros reyes europeos de la alta Edad Media, el monarca vikingo sabía que la Iglesia podía ayudarlo a consolidar y ampliar su poder. Según la concepción cristiana del poder político, el soberano lo era por la gracia de Dios: en calidad de representante divino en la tierra. «El cristianismo se conocía en Escandinavia desde hacía tiempo, pero fue entonces cuando lo adoptaron las élites políticas», explica Mads Kähler Holst, arqueólogo de la Universidad de Aarhus, cuyas aportaciones al estudio de la corte de Harald Diente Azul en Jelling, símbolo de esa nueva era, han sido determinantes.

Jelling es hoy un apacible pueblo situado cerca de la ciudad de Vejle, en la Jutlandia central. Cuando uno se aproxi­ma al centro urbano, enseguida se hacen visibles dos colinas y, en medio de ambas, una iglesia blanca con dos grandes piedras rúnicas frente a la fachada sur. Junto a este emplazamien­to hay un cementerio cristiano. Un poco más allá se ven las columnas blancas dispuestas en forma de rombo que delimitan un gran espacio en la parte norte de Jelling y lo separan del resto de la población. Se levantaron en 2013 para señalar el lugar exacto en el que una empalizada marcó en otro tiempo el límite de la corte real de Harald Diente Azul. Esta ubicación no había sido fruto del azar: no lejos del Pequeño Belt y en plena Ruta de los Bueyes (la importantísima vía comercial que partía del norte de Jutlandia y remataba en el Elba), pero a una distancia prudente del belicoso emperador romano germánico.

Jelling es objeto de investigación desde hace dos siglos. Se han excavado las dos colinas, las cuales sospechaban los arqueólogos podían esconder enterramientos. A la hora de la verdad, sin embargo, la colina norte, de 8,50 metros de altura, resultó estar ya saqueada, mientras que la colina sur, de 11 metros de altura, no alberga­ba enterramiento alguno. Lo que sí se localizó debajo de la iglesia fueron los restos de un varón. Durante mucho tiempo se creyó que pertenecían al rey Gorm, a quien su hijo Harald Diente Azul habría trasladado desde la colina norte pagana para volver a enterrarlo allí tras su conversión al cristianismo. Pero esta teoría hoy se pone en duda, por lo que continúa siendo un misterio sin resolver a quién pertenecen esos huesos.

Llaman la atención las dos estelas rúnicas que se yerguen frente al templo. La más grande tiene tres caras. En una de ellas se distingue un dragón o un ciervo heráldico luchando con una serpiente. En otra está representado Jesús: no crucificado, sino erguido y colgado de unas ra­mas. Un texto rúnico recorre las tres caras: «El rey Harald ordenó levantar este monumento en memoria de Gorm, su padre, y Thyra, su madre. El Harald que ganó para sí toda Dinamarca y Noruega y cristianizó a los daneses».

La estela rúnica que Harald Diente Azul le­vantó en memoria de sus padres constituye hoy el monumento a una nueva época. Aúna el arte tradicional vikingo con símbolos cristianos, en­tronca con la tradición y al mismo tiempo proclama el cristianismo como la nueva religión oficial. La estela de Jelling es la partida de bautismo de una nación recién nacida.

Hace unos años los arqueólogos se toparon durante unas excavaciones con unas piedras dispuestas en eje res­pecto de los dos túmulos. Supusieron que estaban relacionadas con el complejo, pero las mediciones geomagnéticas revelaron la existencia de unas estructuras enterradas que los pusieron sobre la pista que luego confirmarían las excava­ciones. «Habíamos buscado la corte real en diez kilómetros a la redonda, y de pronto allí estaba, justo debajo de nuestros pies», recuerda Holst. Las dimensiones del edificio hablan de una demostración de poder, de una precisión arquitectónica y de una monumentalidad sin precedentes en el mundo nórdico. La investigación reveló que las dos colinas, las piedras rúnicas hitas entre ellas y la primera iglesia del lugar estaban originalmente rodeadas por unas piedras que trazaban la silueta de un barco: el casco de una nave, señalizado con mo­nolitos hincados en la tierra, que trasladaría los muertos al Valhalla. Tenía 350 metros de longitud. Su eje central pasaba exactamente por el medio de la cámara funeraria de la colina norte. El conjunto estaba protegido por una enorme empalizada, de 360 metros de longitud cada lado, construida con troncos de roble de entre 25 y 40 centímetros de grosor que probablemente alcanzaban hasta cuatro metros de altura. El diseño de la empalizada en forma de rombo hacía que las diagonales se encontrasen justo sobre la colina norte, donde formaban una cruz (véase la ilustración de la página 35), de nuevo una más que probable combinación de simbolismo pagano y cristiano. Los estudios más recientes sugieren la existencia de un único acceso al recinto, que en su conjunto medía el equivalente a unos 17 campos de fútbol. En las inmediaciones los arqueólogos localizaron las plantas de tres viviendas de 27 metros de largo cada una, pero ni un solo indicio de su ocupación. El análisis dendrocronológico de los troncos de la empalizada ha revelado que la estructura se construyó hacia el año 970, como parte de un programa constructivo sin parangón. «El rey planeó algo nunca visto –dice Kähler Holst–. Creo que era un perfeccionista, y un gestor inteligente de los cambios que él había introducido.»

Y sabía hacer una buena puesta en escena. Apenas unos años después de su bautizo, aventuran arqueólogos e historiadores, Harald Diente Azul invitó a Jelling a jefes locales y otros cabecillas de su reino para que ante él abrazaran mediante juramento la nueva época. También convidó a dirigentes y embajadores extranjeros para impresionarlos y ganarse su favor. Presidía la ceremonia la estela rúnica.

Muchos invitados venían de muy lejos, procedentes del sur, y habían cruzado el río Vejle. Quienes viajaron hasta la corte real se quedaron boquiabiertos ante la monumental empalizada. Solo se franqueó el paso a quienes figuraban en la lista de invitados. «Los asistentes debían de portar sus mejores galas. Puedo imaginarlos con coloridos mantos de lana, guarnecidos con pieles y adornados con cintas de seda cuyos hilos de oro y plata relumbraban al sol –dice Anne Pedersen, del Museo Nacional de Dinamarca, en Copenhague–. Todos ansiosos por presentarse a sí mismos y exhibir sus riquezas. Harald Diente Azul pronunciaría un discurso, y probablemente hubo rondas de intervenciones como en las cumbres de hoy. A las figuras importantes se les permitiría codearse con los poderosos.»

En noviembre de 1872 un temporal sacó a la luz estas piezas de joyería, conocidas hoy como el tesoro de Hiddensee. La fíbula de oro probablemente se labró en el sur de Jutlandia en tiempos de Harald Diente Azul.
Desde el punto de vista de la política exterior, el cristianismo granjeó a Ha­­rald Diente Azul el reconocimiento de las casas reales europeas de la época, y al mismo tiempo consolidó su poder en el ámbito de la política interior. La organización eclesiástica ponía sus escribas a disposición del rey, colaboraba en la recaudación de tributos y ayudaba a construir un nuevo sistema económico. Y a implantar el dinero como medio de pago en sustitución de los lingotes de plata fragmentados y ponderados y las monedas troceadas que hasta entonces se utilizaban.

El rey Harald hizo entonces una exhibición de fuerza, decidido a dejar bien claro de qué era capaz una monarquía centralizada de legitimación cristiana. Ensanchó y reforzó las fortificaciones fronterizas de la Danevirke con la intención de poner coto a su nuevo adversario, el emperador romano germánico Otón II (objetivo que logró, salvo un breve interludio iniciado con la ocupación de Haithabu en 974). Construyó calzadas y el magnífico puente de Ravning que, con sus 700 metros y doble vía, salvaba el río Vejle en Jelling. Entre Aggersborg (en el norte de Jutlandia) y Escania (en el sur de Suecia) edificó cinco colosales bastiones circulares, los llamados trelleborgs. Estas fortificaciones estaban siempre ubicadas estratégicamente en las rutas principales, visibles desde lejos y accesibles por vía marítima, pero nunca en la propia costa. En ellos destacaba sus huestes.

Else Roesdahl, máximo exponente de la investigación danesa sobre la civilización vikinga, y su joven colega Søren Sindbæk, de la Universidad de Aarhus, han estudiado estas fortalezas circulares. En un almacén del Museo de Moesgaard, Roesdahl me muestra una maqueta del bastión de Aggersborg que Harald Diente Azul hizo construir en el Limfjord siguiendo un ingenioso diseño geométrico. Tiene cuatro puertas, y las dos vías principales que parten de ellas dibujan una cruz en el punto central, exactamente igual que las diagonales de la empalizada rómbica de Jelling. El resultado son cuatro «pedazos de tarta» que albergaban en perfecta simetría tres patios interiores con cuatro edificios cada uno, idénticos en todos los casos, con una techumbre que recuerda el casco de un barco invertido. «Era la versión vikinga de una casa prefabricada: de construcción rápida y sencilla», dice Roesdahl.

Los trelleborgs se construían siempre a partir del mismo modelo, e iban sofisticándose, con terraplenes más elevados o viviendas más cómodas y seguras. Al igual que el complejo real de Jelling, su construcción exigía una importante inversión de recursos y mano de obra. Sindbæk ha calculado que para levantar los terraplenes debieron de volcarse hasta 15.000 metros cúbicos de tierra, el equivalente a 30 modernos va­gones de mercancías. Para las empalizadas, los edificios y los caminos hubo que talar y preparar cerca de mil robles. Todo eso solo fue posible gracias a la colaboración de los jefes locales, con los que Harald Diente Azul debió de forjar conti­nuas alianzas para consolidar su poder, y mediante el reclutamiento de mano de obra masculina en régimen de servidumbre feudal.

Como en el resto de las obras arquitectónicas, la construcción de los trelleborgs obedecía a un plan general y a una concepción geométrica muy estudiada. La estructura circular de Fyrkat, a medio camino entre Aarhus y Aalborg, tiene 120 metros de diámetro; la de Aggersborg, en el Limfjord, el doble, 240 metros de diámetro; y cada uno de los lados de la empalizada de Jelling mide 360 metros de longitud (el triple).

«Quizás Harald Diente Azul deseaba expresar con la arquitectura su deseo de orden», aventura Søren Sindbæk.

Arqueólogos y otros expertos han examinado recientemente varios es­queletos hallados en la necrópolis del bastión circular de Trelleborg, en Slagelse, en el oeste de la isla danesa de Sjælland (el primer trelleborg descubierto y que dio el nombre genérico a este tipo de estructuras), para determinar el origen de quienes allí fueron enterrados. Con técnicas de análisis isotópico han determinado que la mitad de los muertos no eran originarios de Dinamarca, sino de las regiones con población eslava de la costa sur del Báltico. Jörn Staecker no descarta que se trate de mercenarios procedentes de Jomsborg (la actual Volin, en la desembocadura del Óder, en Polonia), a los que Diente Azul había reclutado para componer su famosa guardia pretoriana de jomsvikingos, mencionada con frecuencia en las sagas.

«Quizás el rey ya no podía confiar en su propio pueblo, y por eso necesitaba este cuerpo de élite», dice Sindbæk.

Diente Azul llevaba dos décadas reinando tras su bautizo. ¿Fue acaso abandonado por sus vasallos? Los hallazgos arqueológicos apuntan a que en ese momento se produjeron combates. ¿Renovadores contra defensores de la vieja tradición? ¿Exigió el soberano demasiado a sus súbditos? ¿Les resultaba imposible a estos soportar por más tiempo la carga tributaria que financiaba la construcción de calzadas y fortalezas?


También su propio hijo Svend Barba Partida se volvió en su contra. Tal vez se produjo un conflicto paternofilial, como los que surgen una y otra vez a lo largo de la historia, o tal vez se trató de una maniobra de involución por parte del primogénito de Harald para rechazar de nuevo el cristianismo. Cuenta la tradición que por entonces Diente Azul cayó malherido en una batalla y tuvo que exiliarse en Jomsborg. Allí todavía podía sentirse seguro. Murió el 1 de noviembre del año 987. Es probable que su cadáver fuese trasladado a una pequeña iglesia de madera dedicada a la Trinidad que Harald había ordenado edificar en Roskilde.

En cuanto a la empalizada de Jelling, fue devorada por las llamas, como delatan los restos de ceniza hallados en el suelo. La imponente construcción de Diente Azul quedó arrasada.

En noviembre de 1872 un temporal sacó a la luz estas piezas de joyería, conocidas hoy como el tesoro de Hiddensee. La fíbula (en el centro) y los otros 15 fragmentos de oro probablemente se labraron en el sur de Jutlandia en tiempos de Harald Diente Azul.
El nuevo monarca Svend Barba Partida era un guerrero a la antigua usanza, y reanudó las incursiones vikingas. Junto con su aliado noruego, el rey Olaf Tryggvason, puso sus miras sobre todo en Inglaterra, a una distancia de dos o tres singladuras navegando por el mar del Norte. Allí impuso unos tributos cada vez más elevados, conquistó vastos territorios y puso en fuga al rey Æthelred, señor de Mercia. En 1013 ascendió al trono inglés. Tras su muerte, su hijo Canuto (Knud) el Grande fundó el llamado reino del mar del Norte o Angloescandinavo. Comprendía Inglaterra, Dinamarca y extensas zonas de Noruega y Suecia, donde por vez primera circulaba una moneda común. En 1035 Canuto fue enterrado en una iglesia cristiana, la catedral de Winchester. Siete años más tarde concluyó el dominio danés de Inglaterra.

Hacia la misma época el cristianismo se extendió por toda Escandinavia y se convirtió en la religión oficial de los recién creados reinos de Noruega y Suecia. Algunos vikingos seguían empleando símbolos paganos al lado de los cristianos, pero pronto se abandonaron las necrópolis tradicionales y la población empezó a recibir sepultura en cementerios cristianos.

Las incursiones vikingas cesaron definitivamente. Haithabu siguió siendo un importante centro comercial durante varias décadas más. En el marco de un proyecto patrocinado por la Fundación Volkswagen, científicos del Centro de Arqueología Báltica y Escandinava de Schles-wig estudian ahora los últimos años del asentamiento y la transición a la ciudad medieval de Schleswig, en la otra orilla del Schlei. Hay eviden­cias de que el puerto de Haithabu se fue cegando poco a poco, lo que hizo que la construcción de atracaderos para los barcos fuese cada vez más difícil y costosa. Los hallazgos arqueológicos in­­dican, sin embargo, que a mediados del siglo xi Haithabu era aún escenario de operacio­nes co­merciales y de cierta actividad artesanal.

Hasta que llegó el fatídico año de 1066.

Huestes eslavas prendieron fuego a Haithabu, que ardió hasta los cimientos. Fue entonces y no antes, según las investigaciones más recientes, cuando se construyó el puerto de Schleswig: el nuevo centro logístico entre el mar del Norte y el Báltico. «Schleswig pasó a ser cátedra episcopal y civitas christiana, como ya lo eran, más al norte, Roskilde y Lund», dice Volker Hilberg, director del proyecto. Y tomó el relevo en el papel de epicentro del comercio a larga distancia.

Aquel mismo año, el normando Guillermo el Conquistador, descendiente de vikingos, derrotó en la batalla de Hastings a Haroldo II de Inglaterra e inauguró la casa real normanda. Para los historiadores, el año 1066 pone fin a la era de los vikingos.

Su gran rey, Harald Diente Azul, es para la ac­­tual Dinamarca el fundador de un nuevo Estado. Y Jelling, un monumento nacional. Cuando en septiembre de 2013 se inauguró la reconstrucción de la empalizada con las columnas blancas, la reina Margarita insistió en acudir en persona a Jutlandia.

Un último gran homenaje a Harald Diente Azul, más de mil años después de su muerte.

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