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Ecología, poesía y lenguaje Joel Sangronis Padrón

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Por: Joel Sangronis Padrón 
Conversando con niños de cuarto grado en un colegio que fundé en el estado Zulia en la década pasada, le pregunté a un pequeñín de 9 años, hijo de un cerril terrateniente de la zona, porqué creía él que era necesario conservar la naturaleza y la diversidad de la vida; el niño me miró en silencio durante unos instantes y luego, modulando lentamente las palabras, casi como en una confesión, me respondió: “Porqué sin árboles, pájaros y mariposas la vida sería muy triste, muy solitaria y callada profesor”. Debo confesar a mi vez que disfrute enormemente ese momento imaginando la cara del padre del niño cuando se enterara que sobre la larga y añeja tradición de caciques, terrófagos y sementales de su familia se cernía, imprevista y amenazante, la figura de un.…poeta!


Esta hermosa declaración, atesorada en mi memoria en las dulces palabras de un niño, me sigue pareciendo hasta hoy, una de las mejores explicaciones que he conocido sobre la importancia de la biodiversidad. La palabra, la poesía, ha sido, y sigue siendo, el instrumento a través del cual nos constituimos en humanos.

Hasta el advenimiento de la modernidad y el capitalismo y su industria cultural, la mayoría de los pueblos del mundo hablaban con lenguajes que pretendían comunicarse con sus entornos, lenguajes que eran un reflejo del medio no antropizado que los rodeaba, lenguajes que adecuaban la vida humana a los astros, las estaciones y el resto de elementos y formas de vida. El lenguaje era construido cotidianamente a imagen y semejanza de los procesos y ritos del entorno natural del hombre, quien los reproducía, primero en su mente a través de la imaginación, y luego en sus palabras a través de la poesía. .

Decía Jean Paul Sartre que el acto de la imaginación es un acto mágico, un encantamiento destinado a hacer aparecer la cosa deseada. Nuestra imaginación es inseparable de nuestro lenguaje. Nombramos las cosas que imaginamos, quizás por ello veamos hoy tan empobrecido nuestro lenguaje, en tanto que cada día la imaginación del ser humano se empobrece, aturdida por la sórdida violencia simbólica de la era electrónica, cibernética y digital en que vivimos.

Con el triunfo y consecuente hegemonía del pensamiento racional-mecanicista en el mundo occidental, y su posterior extensión al resto del mundo, comenzó el proceso de desacralización de la vida y de la naturaleza; los seres vivos, los paisajes, las estrellas, el tiempo, el viento, la luna y el sol fueron convertidos en simples objetos de estudio, en conceptos vacíos, despojados de toda forma de belleza y reverencia. El capitalismo vino a apuntillar lo que quedaba de sagrado y hermoso al convertir todo lo existente en simples mercancías, sustituyendo incluso el lenguaje tecnocientífico por el lenguaje contable, más cónsono con sus principios e intereses.

La visión mágica y poética del mundo, tan necesaria para la participación e integración del hombre con su entorno natural, comenzó a debilitarse. Comenzamos a perder nuestra capacidad de hablar con la naturaleza y de entender lo que ella nos decía. Debido a nuestra originaria y fundamental indeterminación biológica, el hombre debe abrirse al mundo y participar con él y en él. El triunfo casi absoluto del positivismo en el pensamiento occidental del siglo XIX, consolidó el rompimiento con la naturaleza a la vez que sirvió de justificación al avasallamiento y sometimiento de pueblos “bárbaros, salvajes y atrasados” que no hablaban ni entendían el nuevo lenguaje lógico, científico y mercantil.

El lenguaje tecnocientífico derrotó y arrinconó al lenguaje poético, estigmatizándolo como propio de parias y locos, de hippies, soñadores y vagamundos; los hombres y sociedades que vivían integrados a sus ecosistemas naturales, comunicándose con ellos, haciéndose verbo cotidianamente con sus entornos, fueron tildados de salvajes y primitivos, de bárbaros y atrasados por quienes esgrimían a la ciencia y la técnica como estandartes de la civilización y el progreso.

Las prácticas e intentos de formación de una conciencia ecológica (Educación Ambiental) no han escapado a esta absurda tendencia. Al utilizar el lenguaje propio del sistema que debería intentar combatir y transformar, han promovido un conocimiento neutro de la naturaleza, sus fenómenos y relaciones, como hechos aislados del ser humano, legitimando de esta forma al modelo racionalista-tecnológico-capitalista que ha generado en los últimos 500 años la crisis medioambiental que vive la humanidad.

Esta crisis se ha acelerado exponencialmente en los 50 años finales del siglo XX y primeras dos décadas del XXI. El marco objetivo del poderosísimo mundo electrónico-digital-mediático del capitalismo ha producido en una enorme porción de la población mundial un estado de nihilismo estructural, un egonarcisismo consumista e hiperindividualista desatado y sin control, que torna en extremo difícil el trabajo de sensibilización sobre la destrucción del ecosistema terrestre y al que no es posible atacar con simples exposiciones de datos o memorización de contenidos. Las estrategias tienen que ser necesariamente emocionales. Una Educación Ambiental sin sensorialidad, deseos, alegría, angustia ni amor es un simple ejercicio mecánico, muerto, yermo y frío. Sólo podremos cuidar, respetar y preservar lo que amamos, y es de un absurdo delirante el creer que se puede enseñar a amar algo a través de un lenguaje técnico, mecanicista y cartesiano. Como bien lo señala George Leonard, la Educación Ambiental tiene que ser una educación con éxtasis.

El capitalismo nos ha condicionado a relacionarnos con la naturaleza no como estetas para admirar su belleza, no como místicos para reverenciar su divinidad, no como poetas para cantar sus múltiples maravillas, no como hijos agradecidos de sus dones, no, nos ha enseñado a relacionarnos con nuestro entorno como conquistadores armados dispuestos a saquear sus riquezas sin reparar en los medios a utilizar para ello. La epistemología positivista legitimó dicha forma de relacionarse, de un lado dándole carácter científico a las tesis civilizatorias y de progreso y desde el lado de las ciencias naturales cosificando y “objetualizando” a la naturaleza y sus relaciones en función de sus valores de cambio.

El dominio y explotación sobre la naturaleza es parte inseparable de la filosofía del desarrollo, quiera llamarse a este sostenible, sustentable o verde. Una Educación Ambiental tecnicista y racionalista, como la que hasta ahora se ha venido impartiendo en todos los niveles, contradictoriamente se vuelve en contra de lo que debería proteger, pues se hace parte de la lógica del sistema, de sus fuerzas productivas, ya que busca garantizar la producción y reproducción de la vida pero sin cuestionar la hegemonía y perpetuación del modelo en el que funciona.

La propuesta de una Educación Ambiental poética es, en modo alguno, ajena a las tareas de construcción de un nuevo socialismo. Construir una nueva sensibilidad, una nueva ética de no destrucción, de no explotación es el presupuesto necesario para el establecimiento de un nuevo orden ecosocial. Es esta la utopía que tenemos frente a nosotros, la que debemos de hacer realidad, y con esto, debemos recordar que la poesía es el vehículo esencial de toda utopía. La poesía, no es redundante recordarlo, perturba el orden establecido, prefigura nuevos mundos y distintas realidades y horizontes, quizás precisamente por ello ha escrito el ecofilósofo y poeta español Jorge Riechmann: “La poesía nos recuerda que lo esencial de la vida, lo que realmente importa, es algo que está más allá de la estadística y la máquina, de la prisa y las ocupaciones, del ruido y del progreso: Algo que tiene que ver con la respiración, el vínculo y el silencio; algo relacionado con perfeccionar el arte de vivir en vez de estar absorbidos por la preocupación constante del progreso”

*Joel Sangronis Padrón es profesor de la Universidad Nacional Experimental Rafael Maria Baralt 


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